
Al nacer, durante un sordo y arrollador invierno, me dieron de nombre David Alejandro. Había crecido cadenciosamente en el útero de Daniela Maldonado Lobos, hija de la tierra del Maule, quien creció en una villa rural naufraga desde la colonia, en la que aún se sostienen restos materiales testigos de la independencia. Pueblo hecho de adobe y ladrillo, con su propio cielo compuesto de colihues azulados unidos por un cuero arcilloso. Mi progenitor era oriundo del sur-oriente de la capital, tierra de la masacre de Lo Cañas, Alejandro Álvarez Guarategua. Hombre trabajador, dedicado a la tierra y los metales. En el futuro se transformaría en profesor. Durante mis primeros días, los vidrios se quebrantaban ante la lluvia incandescente, sin embargo Serafina Lobos Laferte, una señora viuda y demoledora, mantenía el mismo tesón que la caracterizó durante su pasada militancia Comunista en el gobierno de Salvador Allende, al cuidarme del cristalizante mes de Julio. Existí viendo crecer a Ismael Alejandro junto a mí; posteriormente se nos uniría Alejandra Rocío, fémina de ojos claros y tez dorada. Viajaba a menudo a las tierras de Alejandra Maldonado, mujer imparable, y su prole; quienes vivían en aquel sitio del trueno que es Talca, ciudad del Piduco.
Nuestros primeros espacios se encontraron en San Miguel, la comuna del conservador Jorge Montt. Posteriormente nos mudamos a un departamento de La Cisterna, para terminar en una casona de La Reina, que cuando llegamos era un jardín infantil de colores ácidos. Al parecer, tuvimos una parada residencial de efímera duración en unas torres de Providencia. Daniela Maldonado remodeló aquel antro de niños infinitas veces. Aquella casa parecía tener vida propia, y crecía como un cáncer. Mis progenitores rompieron finalmente su relación por aquel entonces. Alejandro Álvarez Guarategua vagabundeó un tiempo, mientras que Daniela Maldonado emprendió un romance efímero que se obsesionó en ocultar a sus hijos, el cual no llegó a buen puerto. La ruptura provino desde Daniela Maldonado, y fue por el amante que mantuvo. Él era religioso, mormón, pero como dicen: todo hay en la viña del señor. La religión fue un absurdo turbulento en la familia: el primo de Valdivia, casado con una alemana hecha de tabaco, era francmasón, pero de la logia original; mientras que su hermana, era de aquella logias más modernas en las que las mujeres tienen cabida; Serafina Lobos Laferte se volvió Testigo de Jehová; Alejandro Álvarez Guarategua era Católico Apostólico Romano; a algunos los movía el budismo, y a otros el animé japonés; la política se la había tragado la dictadura, y con ella sobrevino un concertacionismo-demócrata bastante escéptico. A Daniela Maldonado Lobos le decían que era judía, pero ella fue cristiana convencida, en búsqueda de alguna iglesia, entre tantas, que la sedujera. Concretizó en una: La Iglesia de los Santos de los Últimos Días, o sea, mormona. Junto al sismo emocional de mis progenitores, existía una multiplicación de sismos por toda la estirpe: desde el lado de Alejandro Álvarez Guarategua, habían rupturas familiares entre militantes izquierdistas y demócratas cristianos, divisiones que terminaron con muertos; entre aquellas rupturas, al parecer, se encontraba un Lonco. Se decía, cual mito de origen, que los Guarateguas eran mezcla de un chilote y una mapuche. Del lado de Daniela Maldonado Lobos, su madre era huérfana. Los Laferte no tenían menos problemas que los Guarategua: provenientes del norte, y en particular del militante del Partido Obrero Socialista, Elías, se habían ramificado hacia el sur por razones caóticas, castigos supersticiosos y auto-exilios silenciosos. La última estirpe fue la que se abandonó a la capital santiaguina, y la que olvidó su memoria. Crecí sin saber mucho de historia viva. Aquella coda fantástica la encarnó Daniela Maldonado Lobos. Esta mujer era una trabajadora empedernida y artista de vocación: pintaba y hacía pequeñas esculturas. Se fugó a la metrópolis, donde el poder se concentra. Cada día era más enfermizo el ambiente en cualquiera de los núcleos que llegáramos de visita. Esto, lentamente, me fue apartando en diferentes sucesos dispersos hasta rendirme a la soledad.
Luego de la caída de las Torres Gemelas, y aprovechando la oportunidad que se nos habría, viajamos hacia los Estados Unidos de Norte América por una ganga. Fui junto a mi progenitor y su hermana, Patricia Álvarez Guarategua, además de mis hermanos. Recorrimos sus Estados junto a un mexicano de por allá, en un furgón de color oscuro. Parecíamos gitanos, unos gitanos deslumbrados. En aquel viaje terminamos en New York, en un hotel viejo pero glamoroso, como de una película de mafias; Alejandro Álvarez Guarategua se sentía turbado, la realidad amarga como el mate y la cebada, por aquel entonces, lo sobrepasaba. Yo sólo había viajado a Mendoza, y era el poco recorrido que tenía. Éste viaje, a lo trotamundo, duró un mes y pico; bueno, dejaría turbado a quien tenga la sinceridad de apreciarse. Luego de este viaje, junto a Daniel Rojas, Tomás Corvera y Antonia Mouat, los dos últimos eran pareja por aquel entonces, nos fuimos a la ciudad porteña de Buenos Aires, y arrendamos una de esas casas italianas, las cuales están pegadas con las otras, en Palermo Viejo. Fue un viaje en donde Tomás Corvera, y Antonia Mouat no la pasaron del todo bien, y terminaron tiempo después. Desde ahí, y con ellos, se diluyó aquella roja gota de óleo en que nos habíamos convertido, en un lavamanos que parecía ser la escena del crimen. En aquel viaje logré ver a un primo que no veía hace tiempo, del lado Laferte, se llamaba Alejandro. Vivían en la perifería del Gran Buenos Aires. Posteriormente volví a aquella caótica ciudad Argentina, junto a una pareja. Alojamos en un departamento cerca de Plaza Italia. Nos recibió un carnaval. Posteriormente viajé a Bolivia, por tierra, junto a Tomás Corvera. Al llegar a la paz, también me recibió un carnaval, esta vez sólo y extraviado. Logré contactarme con algunos colombianos y peruanos que me recibieron, y cené con ellos. Durante ese día recorrí junto a un militante Comunista y un joven de la Izquierda Cristiana las calles de esa exuberante ciudad. Con Tomás Corvera recorrimos diferentes lugares, y sufrimos las pesadas melodías de la improvisación y la falta de dinero. Pero logramos volver, a pesar de la ilegalidad, de la escasez de monedas, la falta de orientación, la droga y las carreteras. La justificación del viaje fue un encuentro de antropología y arqueología latinoamericana. Antes ya había ido a uno, de corte nacional, en Concepción. Aquella ciudad me embrujó de inmediato.
Entré a estudiar en la Universidad de Chile, como ya dejé entrever, antropología. Luego de dos años me quise especializar en arqueología. En aquel periodo universitario conocí a Nicolás Villalobos, en un paradero de locomoción colectiva. Yo tocaba una armónica, y él, sin saber de mí, me invitó a ser el baterista de su banda. Creo que era de medianoche, o madrugada. Decían tocar punk rock psicodélico, me gustó esa atormentada pretensión. Tuvimos algunas memorables tocatas, y otras penosas. En aquel tiempo, junto a una lista de las Juventudes Comunistas, ganamos la elección del Centro de Estudiantes de Ciencias Sociales, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Mi actividad política se divisaba desde enseñanza media, en la que participé apasionadamente durante las movilizaciones del 2006, en aquel periodo cristalicé una orientación política marxista. Milite en diferentes orgánicas trotskistas, hasta que terminé en las Juventudes Comunistas junto a mi eterno camarada y amigo Pedro Riquelme, de las que me retiré, como de otras orgánicas, con algunos compañeros. Éste suceso causó rencillas escalofriantes. Como dice Camilo Cepeda, compañero universitario: la política es amarga. Los odios se dejan florecer junto a las derrotas, del lado de las victorias nacen los desprecios.
Y como, al parecer, la tradición pesa de sobre manera, fui exiliado de la casona de La Reina un día. Mi progenitor me recibió en un departamento algo triste, y comenzamos a vivir nuevamente. La soledad casi me toma por asalto. Al final, la ausencia del otro es lo que tenemos en común con todos. Y en esa contingencia, al ponernos en común con quienes están tan abandonados como uno, nos volvemos universales.
En estos días, pienso que lo más razonable es conocer la bifurcada estirpe de la que provengo. Saber del “Chito” Washington Guarategua, del tío “Checho” sindicalista. Gente de Chiloé y Puntarenas. Saber de la tierra, de la que soy el último. Saludar a Serafina Lobos Laferte, y llevarme a mis hermanos conmigo, a un exilio heredado. Debería agarrar una bicicleta y zarpar al sur.
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